Por Juan Carlos Poó Arenas
Somos lo que soñamos ser. El único maestro es el niño que llevamos dentro, si es que aún no lo hemos encerrado en el cuarto del pasado.
¿A quién no le encanta recordar su infancia? … A mí ¡me fascina!… Además, es una fortuna el practicar y no olvidar el maravilloso arte de ser niño cuando me divierto con mi hijo, siempre y cuando no nos enfrasquemos en temas filosóficos o intelectuales.
Esta foto es de apenas unos añitos… y me trae enormes y hermosísimos recuerdos y pensé: ¿Qué mejor foto de perfil que ver y compartir una de cuando éramos niños?… Esa sí es una foto real que expresa algo lindo y verdadero. Y ¿saben por qué lo digo? Es simple. Hoy la mayoría de las personas luchan por lograr cosas que nunca quisieron ni les interesaron antes y tal vez tampoco ahora. Desean ser diferentes para obtener el reconocimiento de otros, no para ser felices. Actúan como actores y se comportan como personajes o celebridades, pues basan su éxito en la aceptación de otros, en el número de seguidores, en el número de likes y en halagos de gente que no les conoce realmente y que tampoco tiene interés de hacerlo.
Conste que al decir «celebridades» no me refiero a gente interesante, valiosa ni admirable, pues hoy por hoy en la mayoría de los casos, las “celebridades” son figuras populares sin valor ni principio moral, vulgares y decadentes, creadas y promovidas por la mercadotecnia para satisfacer el morbo y entretenimiento de una sociedad cada vez más conflictiva y hueca, aparentando muchas de estas ser exitosas a través de la ostentosa exhibición de sus preferencias y hábitos sexuales, cuerpos fabricados artificialmente a la moda, escándalos, adicción a cirugías plásticas e implantes en diversas partes de sus cuerpos, así como al abuso de toxinas como el botox y otros vicios y excesos. En conclusión, personas vacías y auto nulificadas, pero, a final de cuentas, admiradas, aplaudidas y seguidas por una sociedad decadente.
Regresando al tema, hoy, la mayor parte de las personas que interactúan en la sociedad “civilizada” y ejemplificado en las redes sociales, finge lo que no es; actúa como no quiere; habla como otros quieren que lo haga y dice lo que los demás quieren escuchar; muchos, para estar de moda, escriben con apócopes bobos («k» en lugar de «qué» por ejemplo), faltas de ortografía y abreviaturas sin sentido para sentir que pertenecen a la actualidad social, que son modernos, joviales y desenfadados.
Como si el yo verdadero fuese el oculto cuadro de Dorian Grey (el que cambia y envejece en las sombras), sin importar la edad se presentan ante los demás con fotografías de caras joviales llenas de filtros o maquillajes digitales, fabricados y promovidos por los creadores de programas y aplicaciones creados para esconder nuestra real apariencia de los demás mediante camuflajes, negando las arrugas, eliminando las ojeras, las canas, o las que creen son «imperfecciones faciales» de las que a todos nos satura nuestro carácter y temperamento y que por más filtros que apliquemos siguen ahí como lo que en realidad son: líneas de expresión.
Así, hoy muchas personas felices y ejemplares, “alegres” “abiertas” y “honestas”, dan consejos todo el día en redes sociales de “cómo ser feliz”, de “cómo descubrir la belleza de la vida”, y de “la importancia de aceptarse y aceptar a los demás como son”, pero en sus fotos de Instagram y Facebook emplean filtros, retoques y maquillajes para esconder la cara que en realidad tienen porque no están a gusto con ella, porque la mayoría de las veces (solidarizándome por mera retórica en primera persona del plural) no nos queremos y queremos que los demás sí nos quieran, aunque nos quieran por lo que no somos y no por lo que en realidad somos. Negamos cualquier vestigio de que somos reales y mostramos nuestra ficción. Y basamos lo que somos ni siquiera en cómo nos vemos, sino en cómo los otros nos ven. Por eso nos gusta mimetizarnos en una selva donde todos se mimetizan. Así, creemos reconocer en otros lo que no somos capaces de reconocer en nosotros mismos. Pero solo creemos. Y la verdad es que ni los otros ni nosotros somos lo que aparentamos. Nos sentimos solo lo que parecemos. Pero solo son meras apariencias.
Comentarios felices de quien dice haber descubierto la mina de la felicidad. Rostros juveniles y sin arrugas de quien aparenta haber descubierto la fuente de la eterna juventud. Fantasías y catarsis. Se llenan de falsedad huecos vacíos esperando tal vez encontrar un poco de sinceridad en alguien que, por lo general, se comporta de la misma manera. Porque siempre como karma, se encuentra un espejo y un reflejo de lo que somos y de lo que buscamos que es justamente también lo que no queremos ser o lo que odiamos ser. Porque dejamos de ser lo que somos cuando comenzamos a fingir lo que no somos para ser aceptados por los demás, que tampoco son lo que aparentan ser.
No confiamos en nadie pero estamos llenos de “amigos” en las redes sociales. No nos interesa una llamada telefónica, ni la sorpresa de una visita, ni una taza de café en compañía. Somos poco expresivos, cariñosos y efusivos pero llenamos de emoticones las publicaciones de otros en la web. Preferimos el facebook, el WhatsApp, el tweetwer, y hasta el odioso Instagram con sus ridículas aplicaciones, sus videos rápidos de 2 segundos para hacer payasadas de circo, sus filtros de florecitas en la cabeza o de falsas miradas perfectas de ojos claros y relucientes, para evitar el confrontamiento directo o las palabras sinceras. Nuestro confort es la soledad, y premiamos el tedio departiendo en comunidades sin personas, solo personajes, y compartiendo… ¿Qué? …
Hoy, muchísimos individuos prefieren interactuar en redes sociales virtuales que en la vida real, pues las primeras les permiten publicar fantasías de vidas felices que serán la envidia de los demás que también publican fantasías de vidas felices que son su propia envidia. Como perfectos engranes de un círculo «envidioso». Porque en las redes sociales, nuestras vidas y nuestras caras «son perfectas».
Por eso me gustó compartir esta foto de cuando era niño, Como ejemplo de simpleza y humildad. Lo que de niños con facilidad éramos, hoy nos cuesta trabajo retomarlo:
Lográbamos todo, porque nuestras metas no eran inalcanzables. Y no deseábamos alcanzar lo que siempre tuvimos pues no lo perdíamos, lo reteníamos con facilidad.
De niños, valía más el juego vespertino con un amigo sin cruzar palabra alguna que un diálogo polémico, insulso e interminable por facebook.
No necesitábamos que nadie nos diera lecciones virtuales de cómo ser felices. Tampoco necesitábamos emoticones para demostrar nuestros estados de ánimo.
De niños, no necesitábamos letreritos prefabricados para darnos los buenos días por WhatsApp; bastaban dos palabras de quien teníamos al lado.
Para saber lo que es el amor, no requeríamos tutoriales; bastaba con un beso de mamá o papá. Para sentirnos apreciados, no requeríamos de cincuenta manitas con el pulgar arriba. Bastaba con un solo abrazo de alguien querido y cercano.
Al parecer hoy, la gran tecnología de conexión móvil y las redes sociales, ha logrado que las personas se sientan comunicadas y conectadas con su entorno, pero les ha hecho desconectarse de sí mismas y vivir en una inescrutable soledad.
Tal vez es buen momento de preguntarse ¿Qué son las redes sociales y cómo las usamos? Y ¿cuántos y qué tipo de amigos queremos en realidad?
Cabe aclarar que con esta reflexión no es mi intención agredir absolutamente a nadie, pues de una u otra forma todos hemos sido actores, por no decir víctimas y verdugos, en esta quimera tan falsa y sobrevalorada llamada redes sociales, que si bien empleadas de la forma correcta pueden ser una herramienta práctica para obtener fines específicos, utilizarla con ignorancia se vuelve tan absurdo como pasar la vida sentados frente al televisor aprendiendo técnicas de combate y supervivencia a distancia para ponerlas en práctica en una sociedad industrializada y pacifista.
Una pequeña reflexión de mi cerebro desvelado. Ahí se los dejo de tarea.
Juan Carlos Poó